Zapatistas muertos I,1976, oil on canvas, 240 x 190 cm
Enrique Estrada
Enrique Estrada´s work surprises us due to its overwhelming volume and the materiality of colors and atmospheres, the weight of its bodies and objects expanding through space, for the almost marble-like materiality of both light and darkness. With these sensorial veins, he reveals with surprise the truth that underlines all things, all bodies, all spaces of what we see and feel, or what surprises us when we perceive them or face them. The richness of senses in his work does not appears as mental facts, but as living senses, alert, active, that link us with the world.
La obra de Enrique Estrada sorprende por la contundencia de los volúmenes y la materialidad de los colores y atmósferas, por el peso de los cuerpos y objetos expandiéndose en el espacio, por la materialidad casi marmórea de la luz y la oscuridad. Con estas vetas sensoriales revela, con sorpresa, la verdad, de los cuerpos, de los espacios, de lo que vemos y sentimos o nos aprende palpar y encontrar. La riqueza de sentidos en su obra no aparece como datos mentales, sino como sentidos vivos, alertas, actuantes, que comunican sensorialmente con el mundo.
Autorretrato de mi retrato
Gabriel García Márquez
Hace unos cuatro años, al regreso de un viaje alrededor del mundo, encontré colgado en mi casa de México un retrato al óleo que habría querido atribuirle a Goya, de no haber sido por el anacronismo irredimible de que el retratado era yo. Y tan exacto y vivo, que un amigo certero se atrevió a decirme que era más parecido a mí que yo mismo.
El mensajero que lo había entregado en el portal de la casa no llevaba identificación ni recado alguno, y la empleada que lo recibió sin apenas mirarlo lo puso en un nicho de la sala destinado al correo y a los mensajes y regalos que llegaban mientras los dueños de casa andábamos de viaje. El misterio se aclaró meses después, cuando Mercedes y yo regresamos a casa con nuestros hijos y encontramos el cuadro con una carta muy cordial del pintor Enrique Estrada, a quien nunca habíamos visto, pero que conocíamos de nombre y renombre en esta patria de pintores grandes.
Él mismo me contó más tarde que había pensado en mí como un invitado posible de la excelente galería de retratos que está pintando desde hace años, pero no había podido encontrar en periódicos y revistas ninguna foto mía parecida a la idea que él se había formado de mí con la lectura de mis libros. Que quizás –pensé yo– podía ser la más fiel. Por desgracia, cuando por fin parecía dispuesto a proponerme que lo ayudara de cuerpo presente, fue en una época incierta en que yo vagaba por medio mundo sin norte ni sentido, en busca de algo esencial para mi vida que no había de encontrar nunca porque nunca supe lo que era a ciencia cierta. De aquella errancia de náufrago me quedó la buena costumbre de cuidarme de las fotos a mansalva, de los autógrafos por asalto, de las entrevistas de prensa a quemarropa. Recursos de defensa propia que me han valido una fama no muy justa de solitario y huraño y de algo tan distinto a mí mismo como un hombre público que nadie ve.
Las fotos publicadas no podían darle al pintor los datos que buscaba, pues nada es más incierto que la identidad de alguien en las páginas de los periódicos, por la fugacidad y la incertidumbre con que transcurre la vida en los archivos de prensa. En un mismo día pueden publicarse fotos diversas de una misma persona en distintas edades, y con humores contrarios, sin que sea fácil distinguir quien es quién ni qué lleva por dentro. Hasta el colmo de alguien que hace poco me cerró el paso con un papel y un lápiz en la Puerta del Sol de Madrid y me pidió un autógrafo con una excusa más frecuente de lo que se cree: “Sé que usted es alguien muy famoso pero no me acuerdo por qué.”
Siempre he pensado que la imagen física que la mayoría de los hombres tenemos de nosotros mismos es la que nos formamos desde la adolescencia con el hábito de afeitarnos día tras día frente al espejo. Lo hacemos despacio y sin la menor malicia, con una inocencia celestial que nos impide descubrir cómo vamos envejeciendo poco a poco en cada rastro sin recordar que la imagen que vemos en el espejo no es la verdadera de nosotros mismos sino el revés de la que ven y juzgan los otros en la realidad. Por ésta y otras causas menores no puedo imaginarme cómo hizo Estrada para tener una visión confiable cuando emprendió la aventura de pintarme de memoria con los fragmentos casuales que podía tener de mí, y sin las claves recónditas que tal vez no se presienten en el retrato: mi fidelidad encarnizada a los amigos, el miedo al amor y una timidez irreparable que en más de una ocasión me ha salvado la vida.
El hecho es que este retrato magistral llegó a mi casa con el derecho bien ganado de entrar sin anunciarse ni sorprenderse siquiera de que lo invitaran a entrar por derecho propio y lo pusieran en su nicho para quedarse hasta siempre con la autoridad legítima de lo que ya era él en la vida real: el dueño de casa. Mis amigos que lo conocen en su sitio propio lo saludaban primero que a mí, como era de buen uso entre los visitantes egipcios y griegos de la antigüedad, que antes de saludar a los dueños de casa saludaban a sus estatuas en el vestíbulo.
Nadie puede dar fe de estos tormentos con más autoridad que el poeta Álvaro Mutis, que ha padecido tantas tardes de otoño ante el retrato de la Infanta Catalina Micaela en su rincón del Museo del Prado, para expresarle su “deseo insensato de sacarla del mudo letargo de los siglos y llevarla del brazo e invitarla a perdernos en el falaz laberinto de un verano sin término”. Con estos y tantos otros precedentes, nadie podría dudar de que esta obra maestra de Enrique Estrada será la dueña de mi destino –más que lo fue del destino de su dueño el retrato servil de Dorian Gray– y más digno de anticiparse a mis años y de sobreponerse a nuestros estragos comunes para cumplir la condena de sobrevivirme, y quizás la de sobremorirme por derecho propio y para siempre jamás.
México, 2003